07 octubre, 2009

El docente ¿un intelectual?




El encanto perdido

“Factores de índole política, social, económica, histórica y cultural han provocado, en todos los niveles del sistema educativo, una progresiva pérdida de poder por parte de los docentes. Esta pérdida se expresa en un ambiente de trabajo degradado, y en una pérdida creciente de imagen pública como profesionales de la reflexión. (…) Amenazados por el avance de ideologías instrumentales que acentúan el enfoque tecnocrático, tanto en la formación profesional como en la pedagogía áulica; sigue en retroceso el desarrollo de su capacidad intelectualmente crítica”
(“Los profesores como intelectuales” Henry A. Giroux, Ed. Paidós, Barcelona, 2002)

Una paradoja se ha instalado y parece difícil de desbaratar: por un lado se promueve una transformación para el desarrollo y ejercicio, desde el espacio pedagógico, de la democracia participativa, basada en el análisis reflexivo y crítico de la realidad, y por otro se sigue reduciendo en la práctica a los docentes a piezas –en el mejor de los casos especializadas- dentro de la burocracia escolar.
Su función sigue siendo la de gestionar y cumplimentar programas que –haciendo gala de una evidente desconfianza en la capacidad intelectual, crítica y creativa del docente- no toman en cuenta su capacidad para desarrollar esos mismos programas a la luz de preocupaciones específicas, que solo ellos están en condiciones de detectar, en la realidad cotidiana y culturalmente particular de sus aulas.

Mas debemos aceptar con Giroux, desafortunadamente, que los docentes no son preparados en la rutina crítica de examinar la naturaleza subterránea de los problemas que el escenario escolar despliega.



Oleo de Maria Konstantinova Bashkirtseva 



Paralizados o a tientas, entre espectros y fantasmas…



La posibilidad de que docentes y alumnos apliquen a su relación pedagógica sus diferentes experiencias culturales, lingüísticas, y sus talentos no se toma en cuenta.


Largos años de desarticulación social en dictadura, estudiantes formados bajo su peso político-ideológico, y otros tantos años de democracia malhadada por la corrupción y la crisis de posmodernidad (globalización, neoliberalismo económico, desempleo y pobreza, avance de nuevas tecnologías, crisis de certezas, etc.) ha minado el campo ideológico de los mismos docentes, entre quienes la inseguridad y el aislamiento (individualismo) ha roto los lazos y el sentimiento comunitario, que históricamente lograban muchas veces liderar.


Sí, el maestro tenía un lugar reconocido como aquel actor social guardián del saber colectivo. Y su acción reflexiva y crítica lo hacía portador de sabiduría para el resto del cuerpo social al que pertenecía. Esto lo rodeaba de una mística en la que él mismo creía.

El docente ha temido –por acción de las políticas fundamentalistas o de neta base económica y materialista- desarrollar una fe profunda en la pedagogía, como fuente de acción social liberadora y generadora de autonomía.
Con ello ha temido problematizar el conocimiento, recurrir al diálogo crítico y afirmativo, analizar la realidad social cotidiana con profundidad de análisis.

Atemorizado o desconcertado temió cuestionar las estructuras establecidas, aún cuando estas mostraban un alto grado de injusticia económica, política y social, tanto dentro como fuera de las escuelas, adhiriendo de hecho a una tan pretendida como falsa asepsia escolar con respecto al mundo exterior a ella.





En vistas a esta experiencia se debería comprender que –como concluye Giroux- ser un intelectual transformativo en nuestro país implica comenzar por reconocer la íntima vinculación entre pedagogía y política, entendida esta como fuente de las relaciones de poder. Y reconocer con ello la no neutralidad de lo pedagógico.




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